Por: Oscar Armijo
De la muerte y el paraíso
Hace unas semanas hablé sobre la importancia de honrar y agradecer la vida que nos ha sido concedida, así como de la necesidad de aprender a disfrutar y priorizar sin mantenernos con un sentimiento de urgencia constante. Por ello, en esta ocasión me gustaría escribir desde una perspectiva diferente.
Es probable que todos, cuando menos en una ocasión, hayamos experimentado sensaciones diversas ante la idea de la muerte. Quizá uno de los principales motivos es la incertidumbre de no saber a dónde nos dirigimos una vez que partimos de este plano terrenal o, incluso, si es que en verdad existe vida después de la muerte.
Al respecto, años atrás, mientras leía la novela “Horizontes Perdidos” del escritor británico James Hilton, me cuestioné acerca de la función que juega la figura del paraíso. Mi respuesta fue casi inmediata: “Nos ayuda a superar el miedo a la muerte”.
La idea del paraíso, cielo, edén o como sea que las distintas religiones y culturas le llamen, sirve en ocasiones como un consuelo o alivio para sobrellevar nuestro andar por esta vida.
Es innegable que pensar que al morir iremos a un lugar mejor nos brinda, hasta cierto punto, tranquilidad. Desde el punto de vista de la religión, el paraíso se convierte además en un especie de “premio”, en algo a lo que debe aspirar durante su vida el creyente, bajo la premisa de que la muerte física no es más que un paso hacia otra vida que será eterna.
Así pues, se puede aminorar el temor a la muerte al asegurarnos que al morir no vagaremos en la incertidumbre de los desconocido, sino que, dependiendo de nuestras cualidades morales, podemos aspirar a llegar a un mejor lugar.
Sin demeritar la importancia que reviste este concepto, constantemente me pregunto por qué debemos vivir con la esperanza de un paraíso cuando en este vida tenemos todo lo necesario para habitar en él. El respecto el doctor Bruce H. Lipton en su libro “La Biología de la creencia” menciona: “Quizá alguno de los lectores más críticos se muestre escéptico ante mi afirmación de que la Tierra es el paraíso, ya que la definición de paraíso también incluye la morada de la deidad y la de los bienaventurados difuntos.
¿De verdad creía que Nueva Orleans, o cualquier otra ciudad grande, era una parte del paraíso? Mujeres y niños harapientos sin hogar viviendo en callejones; un aire tan cargado que uno no sabe si las estrellas existen de verdad; ríos y lagos tan contaminados que sólo inimaginables y espeluznantes formas de vida pueden habitarlos. ¿La Tierra es el paraíso? ¿Acaso Dios vive allí? ¿Conoce él a esa deidad? Las respuestas a esas preguntas son: sí, sí y creo que sí”.
Si bien la concepción del paraíso terrenal puede variar para cada persona, debido a que no todos tenemos las mismas aspiraciones y anhelos, al final debemos procurar nuestro bienestar y felicidad en esta vida, haciendo lo que nos motive, nos satisfaga y nos engrandezca.
Si hacemos de esta vida nuestro paraíso no debe existir el temor a la muerte y podremos, en consecuencia, abrazar con tranquilidad el hecho de nuestra eventual partida sabiendo que hemos vivido con esmero y disfrutado sobremanera. Siendo así las cosas, no necesitamos consolarnos con la esperanza de un lugar después de la muerte, porque el verdadero paraíso se encuentra en la Tierra, en este mundo, en esta vida.