Por: Vero Bacaz
Son ya 60 horas del impacto de Otis sobre el paraíso, y todo es desolador, no hay esperanza para el lugar que para muchos fue único e inigualable.
Porque al primer fin de semana largo, corríamos para allá, escapábamos, huíamos del estrés, allá donde se detenía el tiempo o el sentimiento de no querer salir de ahí perneaba, hacia que el estar sentado en la arena, con una cerveza en la mano o un coco, se extendiera lo más posible y nos llenaba de relajación. De gozo, una recarga de dopamina.
Acapulco fue mi destino vacacional por muchos años, estaba a escasas dos horas de Cuernavaca, de niña junto con mis dos hermanas y mis papás, a veces con mi abuelita Lilia (que era ella de la costa grande) de los arenales; nos escapábamos de la ciudad, del ruido de los herreros que viven a un costado de la casa de mis papás y que aturden a diario.
Era llegar al Hotel Fiesta Tortuga algunas veces o a las emblemáticas Torres Gemelas de Acapulco su fuente en la alberca, que servía como trampolín garantizaba diversión genuina para tres niñitas y entretenimiento sin parar para mis hermanas, mi primo Quique y para mi y una que otra vez las ahijadas de mis papás.
El hotel Fiesta Tortuga aunque modesto, era chiquito pero bonito, cómo para una familia de 5 integrantes y un colado, siempre estaba lleno de botanas y refrescos en su pequeño frigobar y yo que toda la vida traigo hambre, era feliz con el pequeño congelador lleno, no importaba que mis papás después me reprendieran porque les llegaba la cuenta del Room service un poco cara, pero aplicaba la de: más vale pedir perdón que pedir permiso.
De lo mejor era ir a la Playa de Puerto Márquez con las olas chiquitas y cientos de vendedores abrumandote con el llaverito, le muevo la panza, las empanadas de arroz con leche asoleadas o buscando hacerte trencitas, o el Revolcadero dónde una vez un marranito correteó a mi hermana Laura que tenía tres años; Pie de la Cuesta con esos espectaculares atardeceres en los que esperas apreciar las mejores puestas de sol, sé que no está dentro de Acapulco pero formaba parte de mi itinerario y para mi, esa zona también era del puerto, mi escape de la realidad.
Desde niña, fui fiestera, me llamaba mucho la atención la vida nocturna de Acapulco, veía las discotecas y bares a pie de la playa llenos de música y diversión y quería estar ahí, bailando y echando relajo, pero apenas tenía 10, 11 ó 13 años. No podía entrar, pero algo me decía que ahí era mi lugar.
Veía Paladium, Baby O, el Paradise o BarbaRoja y ahí quería estar arriba de las mesas y bailando canciones de la cultura pop o electrónica, ya no me tocó estar cerca de Luis Miguel; llegué a meterme al Hard Rock y al Planet Hollywood, pero ahí no había fiesta, yo quería pachanga.
Acapulco es mi segundo hogar después de Cuernavaca, añoraba vivir algún día cerca de la playa sin importar lo que ello significaba, pues todo en Acapulco era fiesta. Así salí, reventada, todo lo fiestero que mi señor padre era y parte de mi madre (su fiestera que trae en la sangre) se juntaron solo en mi, a mi hermana Daniela y Laura les tocó solo la pisca, pero la más fiestera siempre fui yo.
Acapulco representaba para mi un escape, un desestres, un recargar pilas y volar. Disfrutar de la arena que era única, dorada como el sol, como Luis Miguel. Cada que iba al puerto pensaba en la canción “Cuando calienta el sol” o “En el mar la vida es más sabrosa” porque quién no se contagió del efecto de las 10 películas de La Risa en Vacaciones que ahí se grabaron.
Me tocó ir soltera y con mis amigas Fabiola y Ofelia; embarazada con mi bebé George y un grupo de amigos de la Ciudad de México, La Golda, el Mastero, Aarón, Corina y otros más, que ya nada más pasaban por mi a Cuernavaca y nos íbamos al reventón.
Era la única que soportaba los 26 grados o hasta 30 que llegó alcanzar el puerto, antes de tantos estragos del clima. Mis amigos chilangos, sudaban y sudaban; yo tan fresca como una lechuga pues estaba acostumbrada a la eterna primavera.
Me tocó llevar a mi Chino hasta dos veces por año, a dejar que nos revolcaran las olas en las playas del hotel Emporio o del Copabacaba o si bien gastábamos en lujos en el Mayan Palace o Vidanta con sus lujos y todo. O una que otra vuelta al Cici.
Y qué en cada viaje gastara en una cubeta nueva para hacer castillos de arena o enterarme en ella o juntar caracoles de los que la playa arrastra.
Uno de los deseos de mi abue Lilia, fue ver el mar antes de morir; las primas y las tías se lo cumplimos, la llevamos a todas las playas a las que ella un día nos llevo más chicas y ella más joven. Y la metimos al mar, la andaba revolcando las olas a sus 92 años pero se lo cumplimos.
Caleta era la aventura, cruzar en lancha y ver los peces por el cristal de una lanchita era lo máximo; comprar llaveros, tamarindos para los amigos, pasear por el malecón ya eran una tradición e incluso actividad obligada en cada visita. Así era mi Acapulco, el de María Bonita o María del Alma, el que inspiró a Agustín Lara.
Hoy, Acapulco parece zona de guerra, el nivel de destrucción lo comparan con lo que actualmente sucede entre los Palestinos e Israelis en la franja de Gaza.
Un huracán de categoría cinco destruyó todo ñl que Acapulco era, porque de esta será muy difícil levantarse; con el Paulina tardaron uno o dos años, pero con Otis, quizá la recuperación tarde años.
Hoy me duele ver tanta destrucción, lloro en silencio porque hay quienes no entenderían por qué lloro. Pero todas esas vivencias fueron en Acapulco, el paraíso.