¡Chuza!
Por: Oscar Armijo
Me gustaba mucho jugar boliche. Mis primeras experiencias fueron con mi familia, con quienes acudía de manera esporádica a la bolera. Sin embargo, se volvió uno de mis pasatiempos favoritos gracias a un amigo, quien me invitó a unirme a su equipo mientras cursábamos la secundaria.
Estaba sentado en una de las bancas del patio principal comiendo una de las mejores sopa de coditos que he probado en mi vida, cuando se acercó y me preguntó si sabía jugar boliche. Lo demás es historia.
Todos los miércoles saliendo de la escuela íbamos a su casa a comer y después sus papás nos llevaban al Spring Bowl para competir en una liga interescolar. Si he de ser honesto, a diferencia de mi amigo (quien hasta la fecha juega como profesional), yo nunca fui muy bueno, pero cada juego lo disfrutaba sobremanera.
Del Spring Bowl solo tengo gratos recuerdos, pues para mi era sinónimo de convivencia. Acudía con regularidad a jugar, pero reunirme con mi grupo de amigos los sábados por la noche era una tradición, más porque existía una promoción que incluía cena y tres horas de juego. En su mejores tiempos, esos días incluso había lista de espera. Recuerdo muy bien cómo tratábamos de convencer a la recepcionista para que nos consiguiera una mesa, cuando habíamos olvidado hacer reservación.
En el emblemático establecimiento ubicado en avenida Domingo Diez conocí a muchas personas y forjé buenas amistades, porque al Spring Bowl no solo se iba a jugar boliche sino también a socializar. Era común ver celebraciones de cumpleaños y se jugaban semanalmente diferentes torneos y, por lo mismo, el lugar siempre estaba lleno de vida.
Lamentablemente, este mágico lugar, que ofrecía además mesas de billar, máquinas de videojuegos, juegos infantiles y servicio de restaurante, cumplió su ciclo de vida y un día cerró sus puertas para no volverlas a abrir jamás. Bien dicen por ahí que todo lo bueno tiene un final.